Una vez soñé que vivía en un mundo sumergido. No bajo el mar, no exactamente. Era más bien un lugar donde el cielo flotaba en burbujas y las casas navegaban como peces lentos entre las corrientes del aire líquido. Todo era azul, pero no un azul triste. Era un azul profundo, sereno. Allí el tiempo no era lineal. Las emociones, en cambio, sí: nítidas, intensas, imposibles de fingir.
No se hablaba con palabras. Los pensamientos se deslizaban como ondas por la piel del agua. Cada emoción tenía su propia frecuencia, su propio color. No era necesario traducir nada: el miedo vibraba en un azul tembloroso, la ternura flotaba como un dorado tibio que envolvía el cuerpo entero, y la tristeza se expandía en espirales lentas de violeta profundo.
Cuando sentías algo, el agua lo sabía. Lo llevaba hacia los demás sin pudor, sin filtros, sin máscaras. Era imposible mentir. No porque alguien vigilara, sino porque no había nada que esconder. El mundo mismo era una membrana sensible, un oído inmenso y compasivo.
Y aunque al principio me asustaba esa transparencia —esa desnudez emocional tan pura— con el tiempo comencé a encontrar en ella una paz que en mi otro mundo jamás había sentido. No hacía falta explicar el dolor, ni justificar la alegría. Bastaba con sentir, y dejar que el agua hiciera el resto.
Vivía sola en un faro hundido, pero no apagado. Su luz no apuntaba al exterior, sino hacia dentro, buscando algo que aún no había terminado de comprender. No guiaba barcos, sino recuerdos. Los míos, y los de quienes ya no recordaban que habían amado.
A veces, el agua traía fragmentos de memoria que flotaban. No sabías de quién eran, pero al rozarte, dejaban en la piel un rastro de emoción pura: la risa de un niño jugando con su madre, el temblor de una mano al tocar otra por primera vez, el perfume de una voz que decía “vuelve”.
No eran recuerdos míos, pero me elegían. Me encontraban. Y yo los acogía con las palmas abiertas y el corazón en silencio. Algunos llegaban deshechos, tan nítidos que dolía mirarlos. Otros venían intactos, brillando como si acabaran de nacer.
Los guardaba en el faro, no en estantes ni en frascos, sino en nidos de luz que flotaban bajo la cúpula. Allí descansaban, latiendo suave, esperando que el alma que los perdió recordara cómo llegar hasta ellos.
A veces, alguno refulgía sin aviso. Entonces sabía que, en otro lugar, alguien acababa de recordar algo que había olvidado que amaba.
Un día, entre las corrientes, encontré una criatura de luz. No tenía forma fija, cambiaba con las emociones: a veces parecía un halcón hecho de fuego, otras, una marea suave que envolvía mis costillas y las calmaba. Al principio, sentí miedo. Una presencia tan pura y sin forma definida despertaba un eco de soledad y desconcierto en mí. Me resistía a dejarla acercarse porque su presencia tocaba cosas que yo creía rotas para siempre.
Pero la criatura no pedía nada. No buscaba entrar ni quedarse, solo observaba con una paciencia que me sorprendía. Con el tiempo descubrí que no necesitaba entenderla, bastaba con sentirla cerca. Su luz me enseñaba a aceptar lo que creía roto y, poco a poco, empecé a sentir que, aunque mis recuerdos flotaran deshechos y perdidos, alguien más veía su valor, su luz oculta.
Me siguió durante las lunas. Me acompañaba, observando cómo yo cuidaba el faro, mientras rescataba memorias a punto de apagarse. Hasta que una tarde el agua tembló. Una grieta en el cielo dejó caer una tormenta de aire seco, de olvido. Todo empezó a desdibujarse: los caminos flotantes, las casas-burbuja, incluso yo.
Y fue entonces cuando esa criatura de luz se volvió sólida por primera vez. Se alzó frente a mí, protegiéndome. Pronunció la única palabra que he oído con claridad en ese mundo sumergido:
“Irreemplazable.”
No sé si hablaba de mí, del faro, o del vínculo que tejimos entre nosotros. Pero lo entendí. Sentí, en el centro mismo del pecho, que algo en mí era único, eterno, no replicable. Que, aunque todo cambiara, yo era el centro de una historia que alguien elegiría una y otra vez.
Después, desperté.
Mi cuerpo pesaba. La cama, el aire, la gravedad: todo me apretaba como una manta mojada. La luz era dura. Recta. Sin matices.
Y yo, que venía de un mundo donde sentir era respirar, me sentí torpemente cerrada. El pecho aún temblaba por la palabra que había recibido, pero aquí no flotaba. No se deslizaba. Aquí, dolía.
Me quedé quieta. Sin mover los labios. Esperando, tal vez, que el agua volviera a acariciar las esquinas de esta realidad.
Y por un segundo, creí sentir una tibieza en el centro del pecho. Como si algo, allá abajo —o allá dentro— me esperara. Algo que aún recuerda.
– Nahikari Urruzola Gonzalez.